La
nieve que cae son lágrimas de cristal. Pronto los tejados son arropados por
abrigos blancos. Observo por la ventana. Asomo mi mano. Me lleno de nieve, son
besos de terciopelo. Es un día colmado de paz, silencio. Es un susurro del
cielo. El invierno. Me permito disfrutarlo, pocas ocasiones son las que el
nieve viene a vernos. En la calle pasea una niña sola, vestida con un abrigo
rojo. Su pelo rubio se funde con la blancura del día. Apenas distingo su
rostro. La veo de espaldas, caminando tan despacio que cada pisada es una
caricia. Es la pequeña Reina de las Nieves. La escucho susurrar algo, y después
desaparece en la esquina. El silencio vuelve a inundarme.
Días de
nieve leo en las portadas de los periódicos. Chimeneas que escupen columnas de
humo. Mi calle es una cintura estrecha. Apenas pasan sombras. Cuando los oigo
caminar me asomo. Soy participe de sus soledades, inquietudes. La fotografía de
un bebé reposa sobre la estantería. Vuelvo a verla con la esperanza rota. Hace
años me la robaron. Fue un día de nieve cuando la sostuve por primera vez en mis brazos, la cálidez de su frágil cuerpo sobre mi pecho. La felicidad parida de mis entrañas. Jamás había amado tanto a alguien como la amé a ella en ese instante de mi vida. Después me la arrebataron y horas después dijeron que estaba muerta. Mi hija muerta. ¿Cómo puede un dolor así hacerte levantar? Nunca he dejado de rezarle, de soñarla.
La pequeña Reina de las Nieves vuelve a hacer presencia y
yo me conmuevo con su presencia. Vuelvo a verla con su abrigo rojo y su pelo
rubio y por un momento no sé si es producto de mi imaginación, si acaso ella
existe. Pero la escucho susurrar, hablar por lo bajo. Y distingo un pequeño
sobre en su mano. Me oigo preguntarle si necesita algo, si acaso se ha perdido.
Y ella me mira. Tiene un rostro de muñeca, ojos pequeños, tal vez vacíos. Me
dice que busca la boca de un buzón, un nombre que no logra encontrar. La invito
a entrar. Por un momento se queda quieta, debatiéndose entre aceptar mi
invitación o desaparecer en la esquina. La nieve empieza a adherirse con
espesura sobre su abrigo y su pelo. Hace frío, sube, vuelvo a decirle. Y ella
por fin acepta. Sus pasos cortos y tímidos suben por la escalera. Cuando llega
a mi puerta, veo por fin su rostro de cerca. Algo en ella me fascina, me hace
pensar. Me parece haberla visto en alguna parte. Me da el sobre ya arrugado y
manchado de agua seca. El contacto de su mano es una leve caricia. Mi corazón
palpita con fuerza. En el sobre pone un nombre, el mío. Y debajo una frase: